martes, 30 de noviembre de 2010

Comiendo pecados

Hace muchos años, tantos que ni me recuerdo, una serie televisiva grabó una idea en mi memoria. En una modesta casa de una aldea, se vela a un difunto. Sobre la mesa, una fuente con apetitosas frutas que relucen en la sombría modestia de la estancia. La puerta se abre y un individuo de aspecto sucio entra, haciéndose el silencio. Se acerca a unos pasos del finado, murmura algo entre dientes, con la cabeza gacha, y tras ello toma las frutas de la fuente. Come, mientras nadie habla, mientras nadie mira. Cuando termina, sale por la puerta abierta y se aleja. 
Era su ocupación, se comía los pecados de los muertos, así éstos podían viajar tranquilos al paraíso. A nadie le preocupaba cómo viajaría él cuando le tocase.
Muchas veces he pensado que ser médico es un poco, o un mucho, lo mismo. Paso la vida comiendo los pecados de los demás, y conforme transcurren los años, cada vez me pesan más, cada vez estoy más sucio y cada vez me siento más miserable. Porque, con el tiempo, veo que a casi nadie le importa mi viaje. Que nadie se va a comer las frutas de mi funeral. Bueno, sólo ella, pero es que ella no quiero que lo haga.